Desde la primera vez que estuve frente a un salón de clases, he abogado por la inclusión del uso de tecnologías y medios digitales desde los niveles básicos. He podido experimentar ambas contradicciones: la resistencia tecnológica en el aula que también se resiste a dar explicaciones actuales de su actuar, y la imposición del uso de plataformas tecnológicas que se asemejen lo más posible a sus antecesores (fuentes de información sin hipervínculos, programas de estudio centralizados, ciclo inamovible de actividades, en otros anacronismos).
Es curiosa la resistencia, pues a pesar de que a docentes y directivos les sería imposible realizar su trabajo sin una computadora (o Tablet), pretenden que los alumnos sí trabajen, al menos dentro del salón de clases, sin sus aparatos tecnológicos (computadora, celular, o Tablet) inobjetablemente. Pues ciertamente se pueden realizar muchas actividades sin dichos aparatos, sin embargo, lo tajante de la prohibición me genera desconfianza. ¿Por qué? Porque la creciente influencia de los medios digitales no es ningún secreto entre las formas de interacción de los jóvenes y los más jóvenes, como tampoco lo es su necesidad para cumplir con proyectos e investigaciones escolares. Sin embargo, su prohibición dentro del aula se sigue considerando necesaria, como inobjetable nuestra indignación docente frente al plagio que esperamos encontrar en sus trabajos, y frente a las precarias investigaciones que algunos alumnos entregan por proyectos. Pero nos excusamos diciendo que no hay tiempo para explicarles cómo consultar información, es obvio, básico, se escucha decir en las juntas de maestros, reuniones nocivas que a diferencia de otras sustancias nocivas, sí trato de evitar. Y sí, como los salarios, el tiempo de clase es escaso, pero como la abundante escasez, no es excusa suficiente para hacer caso omiso y seguir con nuestro programa del curso o con nuestra inercia empírica-laboral (que cuando se auto-exime de la epistemología básica tiene consecuencias desastrosas e invisibles a cualquier antidoping).
Por otro lado, la imposición de plataformas tecnológicas suele satisfacer más a la normativa institucional que a las necesidades tecnológicas de la interacción para el aprendizaje. No obstante, si se atiende a una institución se está bajo el común acuerdo de que la normativa institucional es indispensable para el aprendizaje. Así que dejaré de lado la imposición para enfocarme en el uso de las plataformas, que es donde surgen los desacuerdos capaces de ayudarnos a generar indicadores y argumentos necesarios para la legitimación práctica de una u otra plataforma más allá de los gustos y preferencias personales. La transición del papel a la pantalla (para decirlo en términos muy prácticos) en las aulas no consiste únicamente en una sustitución logística, sino en un cambio sustancial en los procesos de interacción. Es decir, usar un libro electrónico de texto en vez de uno físico no es incluir el uso de tecnologías asertivamente, es simplemente sustituir un recurso por otro. Usar un libro físico y vincular sus contenidos con una investigación pertinente disponible en línea, o una comunidad virtual, o con campañas negras de trolleo es distinto, pues no sólo los recursos se diversifican, sino las perspectivas, y descubrimos de manera individual y compartida que la información disponible nos supera.
Entonces la prioridad no es ni la acumulación de conocimiento ni acabar el libro, sino la perspicacia de identificar los componentes de dicha información: la prioridad es saber elegir la información pertinente, es decir, reconocer agujas en el pajar.
Pero, ¿dónde están las contradicciones? Me parece que de entrada, en la negligencia: ambas posturas reconocen (al menos) el cambio en la forma en que accedemos al conocimiento, sin embargo, se rehúsan a modificar sus procesos de participación excluyendo por ejemplo, dispositivos tecnológicos del aula o excluyendo a los docentes de sus programas de estudio mediante la estandarización centralizada. Pero lo paradójico es que privan a los alumnos de sus medios naturales de comunicación (nos guste o no) al tiempo que les exigen contar con dichos medios para cumplir con las actividades del curso. En otras palabras: entienden la necesidad de involucrar activamente a los alumnos en los procesos de aprendizaje al tiempo que propician su pasividad en los medios de interacción para su aprendizaje. Esto incluye no sólo a maestros y directivos, sino a expertos en educación y editoriales que dicen diseñar libros de textos para el siglo actual bajo una dudosa (más lucrativa) premisa: la exclusividad de la innovación didáctica se logra mediante la estandarización de proyectos, materias y referencias bibliográficas. Es decir, el curso se dará a pesar del profesor. Y no sugiero que el curso dependa únicamente del profesor, pues nunca es así ya que intervienen muchos otros factores, sino que una vez más se apela a la innovación educativa prescindiendo los principales involucrados: alumnos y maestros. Pero eso sí, después nos quejamos de que los alumnos son apáticos y los maestros flojos. ¿Saben con cuántos complejos, además de los propios, tiene que conciliar un maestro diariamente para trabajar?
La innovación educativa no está ni en la inclusión de lo último en tecnología, ni en el anacrónico purismo del pizarrón y sus apuntes, sino en el intercambio de intereses, reflexiones, fuentes bibliográficas e inquietudes a través de los medios pertinentes. La pantalla no es la solución a las carencias didácticas del papel ni viceversa, los libros con hipervínculos no solventarán la mediocridad directiva o docente, y en suma, la tecnología no nos eximirá de la responsabilidad sobre nuestras carencias comunicativas o discursivas para indagar en lo que los jóvenes ven, escuchan, o comparten hoy.
(Por: Daniel Alvarez Gorozpe)
Tomado de: Ciudad y Poder.